En la calle Tahonas Viejas, donde la brisa de marzo transporta el aroma de la leña envejecida y el grano tostado, todavía resuenan invisibles los ecos de su piano. Nadie lo dice en voz alta, pero todos lo saben. Hay tardes en que las persianas vibran de un modo peculiar, como si la melodía de un nocturno se colara por las rendijas y reclamara su lugar en el ambiente.
Le llamaban “El Maestro”, así, sin nombre. Los
niños que alguna vez lo espiaron por las rendijas del conservatorio ahora lo
recuerdan como hombres que guardan silencio antes de entonar ciertas notas. Sus
manos, pálidas y firmes, parecían más hueso que carne cuando acariciaban el
teclado de marfil amarillento. Nadie supo nunca si fue Chopin quien habitaba
sus dedos, o si era él quien dictaba a los fantasmas sus secretos.
En la ciudad de Salamanca, bajo cielos que parecen teñidos
de humo y plata, sus pasos fueron lentos hasta perderse en la misma neblina que
lo vio llegar. Se dice que había nacido en Génova o en Córdoba, o quizás en
ninguna parte. Que en Madrid llenó teatros mientras las damas ajustaban sus
guantes de encaje y los caballeros se encendían cigarrillos a la espera del
milagro. Se decía tantas cosas de él. Que se enamoró de una soprano que murió
de fiebre antes del estreno de una ópera. Que nunca quiso grabar sus conciertos
por temor a que su música se quedara sin alma, atrapada en la cera fría de un
disco. Que tocaba mejor los días de lluvia, porque el agua en los cristales
marcaba el compás más puro.
Ahora vive en un estrecho apartamento del tercer piso de un
antiguo edificio sin ascensor, frente a una plaza donde los niños juegan entre
gritos y risas mientras sus madres los llaman a cenar desde los balcones. Cada
mañana puede ser visto en el Café Novelty, su desgastado sombrero gris ladeado
de forma característica, absorto en la observación de las sillas vacías, al
igual que antes solía dedicar su mirada intensa a las partituras
descuidadamente abiertas frente a él. En ocasiones dibuja algo apresuradamente
en una servilleta de papel: unas claves musicales, un pentagrama incompleto y
roto, o quizás solo el borroso recuerdo de un rostro del pasado.
—¡Buen día, Maestro! —le dicen los conocidos al cruzársele por el camino, aunque siguen apresuradamente sin demorarse.
Él responde con un leve asentamiento de cabeza a modo de
saludo cordial. Luego vuelve a sumirse en su silencio pensativo, que es el
único idioma que domina con fluidez en estos últimos años.
En la modesta tienda de música de la calle Don Bosco,
todavía conservan delicadamente un viejo afinador que él obsequió al dueño, un
tal señor Delmas, cuando este era aún un principiante. Nadie se atreve a
usarlo. Permanece en la vitrina, entre arcos para instrumentos de cuerda
antiguos y fotografías en sepia amarillentas. Corren rumores de que, si uno
cierra los ojos frente a ese afinador, puede escucharse el eco lejano de su
antigua sonata en do menor.
Una vez al mes, el enigmático maestro se adentraba en la
pequeña y antigua iglesia de San Sebastián, ocultando su presencia entre las
sombras del último banco. Con paciencia infinita aguardaba a que la luz
anaranjada del atardecer iluminara las vidrieras, instante en que la organista iniciaba
sus escalas vespertinas. Sus dedos a veces erraban, a veces se detenían para
corregir algún pasaje, y aunque él apenas movía un músculo, su rostro revelaba
el gozo que le producían sus aciertos. Al terminar, partía sin decir palabra.
Dicen que, en las largas noches invernales, cuando la niebla
envolvía el río y las farolas parecían hadas perdidas, de algún rincón del
barrio emergía el sonido de un piano. Sus notas, frágiles y precisas, flotaban
en el aire como copos de nieve llevados por el viento. Nadie supo nunca si
quien las tocaba era él, o si la propia ciudad las rememoraba en sueños.
Aquel niño que tantas tardes jugó en la plaza había
alcanzado la fama como violinista, y estrenó así una breve pieza titulada
“Último vals para el Maestro”. La presentó en un modesto teatro ante
un público menguado, donde las mujeres de anciana mirada lucían pañuelos de
encaje y los caballeros peinaban su cabello con brillantina. Cuentan que al
final, entre aplausos, alguien dejó abandonado un sombrero gris y unos apuntes
garabateados a lápiz.
Ya no se divisa al Maestro en su mesa del café, ni en su
rincón predilecto de la iglesia, ni charlando en la plaza. Pero dicen que al
soplar el viento de poniente por la calle Tahonas Viejas, los postigos aún
temblaban al compás de algún nocturno que reclamaba volver a sonar.