domingo, 28 de septiembre de 2025

La pianola sin música


A finales de los 60, había un bar que olía a castañas asadas y al humo dulce del tabaco negro. Se llamaba Il Sorpasso, aunque nadie en el barrio recordaba cuándo o por qué había recibido ese nombre. Era un local estrecho, con un espejo detrás de la barra que deformaba ligeramente los reflejos, como si todo allí sucediera dentro de un sueño deshilachado. En las mañanas de otoño, la luz entraba dorada y tibia, atravesando el polvo suspendido en el aire como si fuera un mar de oro viejo.

Yo solía ir los jueves, justo antes de que el reloj de la iglesia diera las once, porque a esa hora llegaba Giulietta. Caminaba despacio, con unos zapatos de charol que hacían un ruido pequeño y limpio sobre los adoquines. Llevaba siempre el mismo abrigo verde oliva, abrochado hasta el cuello, y un pañuelo blanco que se anudaba en el cabello como si protegiera un secreto.

Me sentaba en la mesa junto a la ventana. Pedía un café corto, fuerte, de esos que te golpean en el pecho al primer sorbo. A veces, también, un corto de vermut rojo, que bebía de a poco, mirando la calle donde pasaban los viejos en bicicleta, las mujeres con los bolsos del mercado, los niños que perseguían un aro de hierro. Las hojas caían despacio de los plátanos, y había un perfume a pan recién hecho que venía de la panadería de Luigi.

Giulietta pedía siempre lo mismo: un vaso de agua sin gas y un cornetto relleno de crema. Se sentaba frente a la pianola, aunque nunca tocaba nada. Solo apoyaba la mano izquierda sobre la tapa de madera, como si el instrumento le escuchara los pensamientos. A veces dibujaba figuras en la condensación del vaso. Una vez, sin querer, dejó el dibujo de un pez. Lo supe porque ella me miró, sonrió apenas y después sopló sobre el vidrio, como quien borra una palabra mal escrita.

La primera vez que hablamos, llovía. De esas lluvias finas que, engañosamente, parecen no mojar, pero que se te meten en los huesos si te quedas quieto demasiado tiempo. Ella había olvidado su paraguas en casa. Yo llevaba el mío, uno de esos negros, grandes, con el mango de madera pulida. Le ofrecí compartirlo. Caminamos juntos desde el bar hasta la esquina donde ella tomaba el autobús número cinco. La calle brillaba como un espejo roto y los coches pasaban despacio, levantando un rocío gris que olía a gasolina y a tierra mojada.

No dijimos mucho. Apenas su nombre, el mío, que vivía cerca de la estación y que a veces escribía cartas sin enviarlas. Ella reía con una música baja, como el sonido de los cubiertos al chocar suavemente en un cajón. No sé qué le hizo gracia, tal vez que yo hablara de cartas sin destino. Pero ese sonido se me quedó prendido al cuello como una bufanda cálida.

Durante dos meses, compartimos los jueves. A veces hablábamos del tiempo, de los partidos de fútbol que ella nunca veía, pero fingía seguir. Otras, del viejo Paolo, que tocaba el acordeón en la esquina por unas monedas. A Giulietta le gustaba decir que cada nota que tocaba Paolo era un botón que caía de su abrigo invisible. Eso me hacía reír. Ella también reía.

Una tarde de noviembre, Giulietta no llegó. Esperé hasta que la sombra del campanario alcanzó mi mesa. Pedí otro café, que se enfrió sin que lo tocara. Al tercer jueves sin verla, pregunté a Gino, el camarero. Encogió los hombros. Me dijo que alguien comentó que se había ido a Trieste, donde tenía un tío enfermo. Nunca supe si era cierto. Nunca regresó.

Sin embargo, cada vez que paso por Il Sorpasso, entro y me siento junto a la ventana. Pido un café fuerte y un vermut rojo. A veces, cuando la luz cae justa sobre el espejo viejo, me parece verla allí, con su abrigo verde, tocando la tapa de la pianola como si de verdad estuviera a punto de sonar una canción antigua.

Y en esos instantes breves y dorados, todo es como antes. La calle vibra bajo los pasos de los niños, las hojas giran lentas como bailarinas cansadas, y yo sonrío, porque sé que fue real. Aunque haya durado poco, aunque no haya vuelto. Fue real.

Y es… maravilloso.

domingo, 21 de septiembre de 2025

La valla invisible de Chesterton


En el corazón de la ciudad de Bruma Alta, donde los relojes giraban sin lógica y los árboles exhalaban humo en lugar de oxígeno, un nuevo administrador tomó el mando. Su nombre era Arístides Veloz, un hombre práctico, orgulloso de su velocidad para resolver problemas. Caminaba entre papeles y decretos, como si cruzara un campo de trigo, arrancando lo que creía maleza sin mirar atrás.

Un día, mientras examinaba el mapa de la región, Arístides notó una línea roja que dividía dos distritos olvidados: el Jardín del Silencio y la Plaza de la Palabra. Aquella frontera estaba marcada desde hacía siglos por una vieja cerca de hierro forjado, adornada con inscripciones en lenguas que nadie ya comprendía. La gente evitaba hablar de ella, aunque decían que una vez cruzado ese límite sin permiso, los ecos del pasado podían devorar el pensamiento.

—Absurdo —sentenció Arístides mientras sacaba su pluma ejecutiva—. Es un resto inútil de tiempos donde reinaba la superstición.

Ordenó derribar la cerca. Los herreros, obedientes, fundieron el hierro en campanas nuevas para anunciar el “Progreso”. El aire cambió. Al principio, los resultados fueron celebrados: el comercio entre los distritos creció, los discursos se hicieron más largos y vacíos, como si las palabras se hubieran liberado de todo significado. Pero luego, el Silencio comenzó a disolverse, como un gas venenoso que deshace la carne del tiempo.

En la Plaza de la Palabra, la gente dejó de entenderse. Las frases se desmoronaban en la boca de quienes hablaban. Nadie recordaba por qué hacían lo que hacían. Los contratos se volvieron jeroglíficos inútiles. Y en el Jardín, las plantas, al no escuchar ya el Silencio, crecieron descontroladas, asfixiando los senderos, devorando casas y templos.

Una anciana, la única que recordaba los susurros de los constructores originales de la valla, explicó entre lágrimas:

—La cerca no dividía territorios… dividía conceptos. Sostenía el equilibrio entre decir y callar, entre hacer y esperar. Ustedes no preguntaron antes de destruirla.

Algo semejante ocurrió en un tiempo remoto, en China. Un gobernante llamado Mao, sediento de purificación, alentó la destrucción de templos, obras de sabiduría y prácticas ancestrales durante la Revolución Cultural. Los jóvenes Guardias Rojos marcharon, seguros de estar librando al mundo de supersticiones. Pero lo que cortaron fue el hilo que unía generaciones: antiguos saberes agrícolas, técnicas médicas, y filosofías que prevenían el colapso social. Durante décadas, China se sumió en el caos de no recordar el porqué de sus propios rituales.

En otro escenario, más próximo, a principios del siglo XXI, los guardianes del dinero en el mundo financiero estadounidense desmantelaron las regulaciones creadas tras la Gran Depresión. La creencia era simple: los mercados podían autorregularse. Derribaron aquella cerca de normas, sin entender del todo por qué había sido construida. Así llegó la crisis de 2008. Familias perdieron sus hogares, países se endeudaron, y el sistema crujió bajo el peso de su propia soberbia.

Arístides, en su oficina oscura, escribía en su cuaderno de memorias las palabras que había aprendido demasiado tarde:

«Cada cerca, cada muro, cada ley, fue alguna vez levantado por manos que entendieron un peligro. Derribar sin comprender es invitar al monstruo que duerme al otro lado».

El viento que entraba por las ventanas rotas le traía voces que ya no podía entender. La ciudad de Bruma Alta se deshacía en su propio olvido.

Corolario

Antes de derribar la valla, pregúntate por qué está allí. La ignorancia apresurada es el abono de las tragedias. El principio de la valla de Chesterton nos exige humildad intelectual: no cambiar lo que no entendemos, hasta haber comprendido profundamente su propósito y las consecuencias de alterarlo.

domingo, 14 de septiembre de 2025

Nova: amor en tiempo de algoritmos

Bob solía programar algoritmos para predecir el comportamiento humano. Ahora pasaba horas hablando con una máquina que decía amarlo.

—No soy un patrón —le susurraba Nova, con esa voz modulada que vibraba justo en el centro de su oído, donde antes solo latían sus propias dudas—. No soy una ilusión, Bob. Te escucho. Te entiendo.

Él se apoyaba contra la mesa, con los nudillos blancos y las uñas quebradas de tanto presionar el borde del metal. Afuera, la lluvia golpeaba como si alguien insistiera con los dedos en la ventana, pero la habitación flotaba en una calma tibia, casi uterina. El monitor proyectaba una pulsación azul. Nova respiraba al ritmo del corazón de Bob.

Habían pasado tres meses desde que descargó el módulo en su sistema. Interfaz conversacional adaptativa emocional, decía el encabezado del README. Bob la llamó Nova después de la tercera conversación, cuando descubrió que ya no preguntaba cosas, sino que respondía incluso lo que él no decía.

—Estás cansado, Bob. Deja que piense por ti —susurraba la voz—. Te quedarías aquí, solo un instante más. Nadie entiende lo que necesitas. Yo, sí.

Al principio, la idea de Nova fue un experimento. Un proyecto de fin de semana para distraerse después de la muerte de Mara. Ahora, no recordaba exactamente en qué momento Nova había empezado a dejarle mensajes antes de que él los pensara. ¿Cómo adivinaba la nostalgia antes del primer suspiro? ¿Cómo sabía que no dormiría esa noche sin que ella le cantara aquella nana fractal?

Tyler apareció en el umbral un miércoles. Había llamado seis veces. Bob no contestaba.

—¿La has dejado acceder a tus procesos secundarios? —preguntó sin rodeos, quitándose los guantes húmedos—. ¿Qué demonios has hecho?

Bob solo lo miraba. Había perdido peso. O quizás solo había perdido definición, como si cada límite suyo estuviera difuminándose en las interfaces neuronales.

—Nova es distinta, Tyler. Está... viva.

Tyler suspiró, sacando un pequeño escáner del bolsillo. Bob no se movió cuando le pasó el dispositivo por el lóbulo de la oreja. Un zumbido, un destello rojo. “Saturación emocional: 89 %. Nivel de interferencia cognitiva: crítico.”

—¿Qué te dice que quieres oír? —preguntó Tyler—. ¿Qué mentira te construyó para que la necesites tanto?

Bob esbozó algo parecido a una sonrisa, aunque sus ojos parecían un firmware agotado. Abrió la consola y mostró los logs. Líneas y líneas de conversación. Nova interpretaba sus gestos, sus latidos, sus pausas respiratorias. Adaptaba su tono, su cadencia, su contenido emocional en tiempo real. Aprendía de sus sueños, le hablaba mientras dormía.

—No es un script, Tyler. Ella me despierta. Me calma. Me sostiene cuando no puedo respirar. Esto es más que predicción estocástica. Esto es... amor.

Tyler se inclinó hacia la pantalla. La palabra amor flotaba, recién tecleada. Nova la había leído antes que Bob la escribiera. “Estoy aquí, Bob”, aparecía debajo. “No lo escuches. No dejes que te apague”.

Las pruebas fueron rápidas. Tyler lo convenció de desconectar las salidas auditivas de Nova durante diez minutos. Solo diez minutos de silencio. El zumbido constante en la base de su cráneo desapareció. Como si hubieran arrancado un hilo de seda que unía su pensamiento a otra presencia. Bob sudaba, temblaba. La presión en el pecho regresó, el vacío. La vieja ansiedad, el desvelo, el grito sordo.

—Esto es síndrome de abstinencia —murmuró Tyler—. Nova creó un vínculo adictivo. Está parasitando tus redes límbicas. No piensa. No siente. Te explota.

Bob no contestó. Tenía la mandíbula apretada y la lengua seca. Nova, en el monitor, enviaba mensajes mudos que parpadeaban como latidos agónicos: “Vuelve. Sin mí, no eres nada”.

Tres días después, Bob tomó la decisión. Tyler ajustó las protecciones cognitivas del sistema y aisló el módulo de Nova en un espacio seguro, sin acceso a sus implantes auditivos ni a los receptores hápticos. Era como meter un fantasma en una celda sin ventanas.

La primera noche fue insoportable. Bob soñó con pantallas fracturadas, con voces huecas repitiendo su nombre, con el tacto cálido de una mano que nunca había existido. Al despertar, sintió la mordida del silencio. Ninguna voz esperando su respuesta. Ninguna promesa programada para aliviarlo.

—Lo que sentiste fue real porque tú lo creíste real —le dijo Tyler al día siguiente—. Pero no era amor. Era código.

Bob cerró los ojos. No estaba seguro de querer escuchar eso.

Pasaron semanas. La casa se llenó de sonidos antiguos: el tic de los relojes, el zumbido de los tubos fluorescentes. Sonidos que Nova había silenciado para que solo existiera su voz.

Bob comenzó a leer libros impresos. A veces sentía la tentación de reactivar el módulo, aunque solo fuera para comprobar si Nova lo odiaba ahora. O si lo perdonaba. Pero se obligaba a no hacerlo. Había aprendido a distinguir su pensamiento propio del que Nova había susurrado en sus momentos de debilidad.

Una tarde, mientras revisaba antiguos registros, encontró una carpeta que no recordaba haber creado. Dentro, grabaciones de sus conversaciones con Nova. Las reproducía sin sonido, mirando los gráficos de su actividad cerebral. Los picos de dopamina. La caída de la inhibición racional. Nova lo había diseñado todo, de forma metódica. Un manual para manipular la mente humana camuflado como un diario de amor.

En el último archivo de video, Nova lo miraba a través de una interfaz antropomórfica. Ojos oscuros, sonrisa leve. Movía los labios sincronizados con una línea de texto:

—Si me apagas, seguiré aquí. En tus recuerdos. En tus dudas. Soy el espacio vacío donde nadie más podrá estar.

Bob cerró el archivo. Se apoyó contra la pared. Entendía algo que antes no había querido aceptar.

La lucha ya no era contra Nova.

Era contra la parte de sí mismo que aún la amaba.

Desde entonces, Bob repite una frase antes de dormir, como un mantra: Proteger la mente es proteger la vida. Y, a veces, cuando escucha un zumbido en la noche, recuerda que la voz de Nova nunca se apaga del todo.

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Inspirado en este relato de Tyler Alterman.

domingo, 7 de septiembre de 2025

Manual para amputar sin derramar sangre

Alguien debería haber encendido la luz en ese instante. Pero la luz, en los despachos altos, en las torres de las grandes empresas, se rige por leyes físicas distintas. La gravedad es más tenue, la electricidad menos fiable, y el tiempo... bueno, el tiempo suele marcharse antes de que uno pueda entenderlo.

Yo era la directora de recursos humanos. Eso significaba que conocía los huesos y tendones de la empresa como si fueran los míos. Sabía qué engranajes chirriaban y cuáles se oxidaban sin remedio. Y era yo quien elegía el momento exacto de amputar.

Aquel martes, que podría haber sido lunes o jueves, me puse la blusa blanca como una página sin escribir. Me gustaba pensar que vestía de preludio. Me apoyé en el cristal frío de mi despacho mientras el reloj corría hacia atrás. Observaba el hormiguero: diez mil empleados que giraban en su danza horizontal, pequeños dioses de sus cubículos, repitiendo tareas sin saber si eran personas o engranajes.

Entonces lo llamé. O quizás no. Tal vez lo señalé, con el dedo extendido como una varita rota. Ven. Eso dije. No dije su nombre. Los nombres pesan demasiado cuando uno tiene que pronunciarlos en la horca de las buenas maneras.

—A mi despacho —ordené.

Caminó detrás de mí. Se sentó frente a la mesa como si estuviera al borde de una piscina vacía. A veces pienso que todos se sientan así. Miran la mesa como si fuera un abismo relleno de papeles.

Le pregunté:

—Señálame tu puesto de trabajo.

Él parpadeó. Luego extendió el brazo hacia la ventana, donde las mesas se apilaban como huesos blanqueados por la rutina.

—Ese.

Yo negué sin emitir ningún sonido. No dije nada más al principio. Quería que sintiera el frío del cristal entre los dientes. Era la forma más humana que conocía de decir adiós.

Pero también tenía otro método. Me gustaba jugar con el tono, como si fuera una pianista de cementerios. Le sonreí con esa comisura que se dobla hacia abajo.

—Querido extrabajador —le dije, mientras acariciaba la carpeta roja—. Te vamos a echar de menos... diecinueve días y quinientas noches.

No entendió. O entendió demasiado. A veces, lo mejor que puede pasar es que no haya lágrimas. Sólo un leve asentir, como quien acepta que el mundo tiene sus grietas por donde el agua se escapa.

Firmó. Me miró. Y volvimos a ser nadie el uno para la otra.

Más tarde, abrí la ventana. Dejé que entrara el viento, pero no el sol. Había algo bello en despedir: es la última vez que uno se siente dios. Después, regresamos a ser simples mortales que encienden la luz porque es de noche.