Tenía veintiséis años cuando comprendí que la esperanza no es un bálsamo, sino un anzuelo oxidado que se clava en la carne del que permanece quieto. La revelación no fue luminosa, sino lenta, como el desangrado de un animal herido que sigue creyendo que el cazador regresará para sanarlo, no para desollarlo.
Vivía en una habitación estrecha, al fondo de un patio donde la humedad crecía como un musgo antiguo que lo devoraba todo. Las paredes se descascaraban sin prisa, como yo. Un lugar suspendido, ajeno al tiempo y al ruido, salvo por el crujir de las cañerías, que sonaba, a veces, como si alguien llorara bajo el suelo. Allí pasé los meses más estériles de mi juventud, esperando un mensaje que nunca llegó, una llamada que nunca sonó, un regreso que nunca ocurrió.
Su nombre era Elisa. La suya, una ausencia sólida, llena de formas: la forma del silencio, la forma de la sombra que dejaba al lado izquierdo de la cama, la forma de las palabras no dichas. Había partido diciendo “no es un adiós”, y yo me aferré a esa frase como el náufrago que abraza una tabla sin notar que flota hacia mar abierto. Cada día, en lugar de actuar, de rehacerme, de partir yo mismo, la esperaba. Su voz, su olor, la vuelta de sus dedos temblorosos sobre mi nuca. Imaginaba el momento en que regresaría, cuando la puerta se abriría y, en sus ojos, habría una explicación luminosa por todo el tiempo devorado. Esperanza. El último de los males que escapó de la caja de Pandora, decían los antiguos griegos, porque prolonga la agonía del hombre.
En ese cuarto frío, me alimentaba con la promesa de un futuro que no llegaba, dejando que el presente se pudriera. Descuidé el trabajo, los amigos, el cuerpo. El hambre apenas me tocaba; lo llenaba con la espera. Pensaba: Si resisto un poco más, si aguanto un poco más, si espero un poco más... Y, mientras tanto, la vida que podría haber sido mía se escapaba como arena entre los dedos de un niño ciego.
Schopenhauer dijo que la esperanza es el confundir la resignación con la paciencia. Yo confundí la inacción con la fidelidad, la desidia con la constancia. Estuve allí, petrificado, un estúpido Lot mirando hacia atrás, pero sin Sodoma, sin fuego, solo polvo.
Recuerdo el momento en que lo comprendí. Era octubre, y llovía. No una lluvia furiosa ni redentora, sino un sirimiri sin fuerza, como quien no tiene ganas de seguir cayendo. Me miré en el espejo descascarado del baño y vi un espectro gris, sin rabia ni lágrimas. Solo un hueco. La esperanza me había dejado vacío. He esperado tanto que ya no sé para qué servían mis piernas, pensé. Y fue entonces que abrí la puerta, caminé hacia la calle y tomé el primer tren. No sabía a donde iba; no importaba. Moverme era, por fin, renunciar al espejismo.
Si hubiese renunciado antes, quizá... pero no sirve hablarle a un cadáver sobre las medicinas que olvidó tomar. Solo sé que ese día entendí que la esperanza es la cadena más sutil, la que acaricia mientras ahoga implacable y ferozmente.
Elisa nunca regresó. Y si lo hubiera hecho, ya no había nadie que la esperase.