domingo, 27 de julio de 2025

Las manecillas detenidas a las diez y diez

El suelo de la casa está cubierto de botellas vacías, como si una legión de espectros hubiese brindado por mi ruina antes de evaporarse. Me siento en el borde de la cama, con las manos hundidas en el cabello sucio, mirando el reflejo de un hombre que no reconozco en el espejo roto del armario. Y la pregunta resuena como un eco implacable en mi cráneo: «¿Por culpa de quién?».

La respuesta cambia con la luz. A veces, la culpa es de mi padre, que fumaba en la cocina con la indiferencia de un verdugo burocrático mientras mi madre lloraba en silencio. Otras veces es de la ciudad, con sus calles devoradas por el humo y su promesa de éxito que nunca se cumple. Tal vez sea de Clara, con su sonrisa afilada y sus manos que aprendieron a mentir antes que a acariciar. Pero en las madrugadas frías, cuando el alcohol ya no basta para acallar mi juicio, la culpa es mía, soy yo.

Recuerdo el día en que todo empezó a derrumbarse. Una oficina gris, el murmullo de las teclas, la mirada gélida del de recursos humanos que me entregaba un sobre sellado. Reestructuración. Nada personal. La ciudad se volvió un animal hostil después de eso. No había trabajo, solo colas de gente con los ojos vacíos. Vendí mi coche. Vendí mi reloj. Vendí mi tiempo en bares baratos, con extraños que hablaban de sueños rotos como si fueran un idioma universal.

Clara me dejó al tercer mes, con una nota breve y un vaso roto en la mesa. No puedo con esto. No eres el hombre que conocí. Pero nunca dijo quién era ese hombre.

¿Por culpa de quién?

Algunos días, la respuesta es el sistema, la economía, el destino ciego que reparte cartas marcadas. Me digo que soy una víctima, que el mundo me empujó al abismo sin darme opción. Pero entonces escucho otra voz en mi cabeza. Una voz más áspera, más cruel. Podrías haber luchado más. Podrías haber aceptado aquel trabajo mediocre. Podrías haber tragado tu orgullo.

Me miro en el espejo y veo a un hombre que ha elegido caer. Que se ha envuelto en la derrota como en una manta raída. Y, sin embargo, algo en mí se resiste a aceptar que todo es culpa mía.

Hoy, en la esquina de la calle, un hombre vende relojes falsos sobre una manta roja. Me detengo, observando las manecillas detenidas a las diez y diez. Podría comprar uno. Podría fingir que el tiempo no avanza, que hay una forma de volver atrás, de cambiar algo. Pero no lo hago. Camino.

Tal vez la culpa sea mía. Tal vez no. Pero el tiempo sigue, aunque los relojes no funcionen.

domingo, 20 de julio de 2025

Clara y la tempestad

La tormenta llegó con el estruendo de un órgano desafinado. Golpeó el puerto de Génova con la furia de los dioses desterrados y arrancó farolas, lonas y recuerdos de las calles empapadas. Luca se sostuvo del barandal del muelle, la sal mordía su rostro, el viento le gritaba en los oídos. Era una noche para naufragar, para perderse en la penumbra del Adriático.

Pero no.

Era un pecado morir así, sin haber quemado hasta la última gota de su fuego, sin haber danzado sobre los charcos hasta hacerlos hervir.

Se apartó del borde y corrió, los zapatos resbalando en la madera mojada. La taberna de su tío, el «Vecchio Leone», estaba abierta, iluminada como un santuario. Adentro, entre vapores de grappa y risas entrecortadas, la gente se refugiaba del vendaval. En la esquina, un viejo gramófono giraba, dejando escapar una melodía que resonaba en los huesos: un himno que hablaba del espíritu en la oscuridad.

Luca entró empapado y con los ojos ardientes. Su tío Giacomo, un hombre con barba de marinero, lo miró con una mezcla de reproche y complicidad.

—La vida siempre va a retarte, ragazzo —dijo, sirviéndole un vaso de vino—. Pero el truco está en bailar con ella, no en pelear.

Luca bebió. El líquido ardió en su garganta como un relámpago.

Se giró y vio a Clara.

Ella.

Vestía un abrigo rojo que parecía sangrar sobre el lino blanco de la mesa. Tenía los labios curvados en un desafío silencioso, y sus ojos, oscuros y llenos de rutas secretas, lo atraparon.

Él sabía por qué estaba allí.

Clara le debía una respuesta. Luca le había entregado su corazón semanas atrás, cuando la luna se había reflejado en el mar como una moneda perdida. Le había dicho: «No tengo más que esto, pero arde como un sol. Tómalo o déjalo, pero no me hagas esperar en la sombra».

Y ella respondió con un atronador silencio.

Ahora, en medio del estrépito de la tormenta y de las voces que se elevaban en cánticos improvisados, Clara se levantó. Caminó hacia él con la cadencia de una melodía cómplice.

—¿Todavía quieres que lo tome? —susurró, apenas audible sobre la música.

Luca sonrió.

—Siempre.

Ella tomó su mano y lo arrastró al centro del local. El gramófono crujió, un acorde estalló en el aire, y alguien empezó a golpear la mesa al ritmo del latido de la vida.

Bailaron.

Bailaron con la fuerza de los que han estado al borde del abismo y han decidido dar un paso atrás. Bailaron con la furia de los que saben que el amor no es un refugio, sino una hoguera en la tormenta.

Fuera, el viento rugía. El mar devoraba los muelles.

Pero dentro, dentro del «Vecchio Leone», el mundo ardía en música y risa.

La vida era demasiado preciosa para desperdiciarla en el miedo.

domingo, 13 de julio de 2025

El derecho a ser imbécil no es sagrado

Vivimos tiempos grotescos en los que la estupidez ha reclamado estatus de derecho fundamental. Como si la capacidad de decir barbaridades sin consecuencias fuese tan esencial como el agua potable o el voto secreto. Hay quien confunde la libertad con la grosería, la honestidad con la agresión, la sinceridad con la diarrea verbal. Y lo peor: se sienten mártires por no poder seguir soltando su bilis impunemente en comidas familiares, reuniones laborales o comentarios de YouTube.

Pero no, amigo. No eres víctima de nada. Si antes decías “eso es cosa de maricones” y ahora te miran con asco, no estás siendo oprimido: estás siendo leído. Expuesto. Juzgado con la vara de la decencia común. Y eso, en una sociedad mínimamente civilizada, se llama justicia poética. O educación, si prefieres algo más tibio.

Autocensurarse —palabra que a muchos les suena a tortura china— no es entregarse al enemigo. Es, simplemente, aprender a cerrar la boca antes de abrir la herida. Es saber que no todo pensamiento merece ser pronunciado, que no toda opinión es valiosa, que hay silencios más generosos que mil discursos. Que a veces el mejor aporte a la convivencia es tragarse el chiste, la queja, la ocurrencia de bar.

Pero claro, eso exige una mínima empatía. Y la empatía, para algunos, es ciencia ficción. Hay quienes se sienten revolucionarios por seguir repitiendo tópicos rancios con tono desafiante, como si estuviéramos en 1975 y su cuñado, el del Simca, aún les riera las gracias. Se creen valientes, pero no son más que cobardes con megáfono. Porque lo fácil, lo verdaderamente fácil, es hablar sin pensar. Lo difícil es mirarse al espejo y preguntarse: ¿esto que voy a decir hace del mundo un lugar más vivible o más miserable?

La autocensura no es represión: es higiene verbal. Es desodorante social. Es ese segundo de reflexión que puede evitarle una náusea a quien te escucha. No es que ahora “no se pueda decir nada”; es que por fin hay gente que ya no está dispuesta a tragárselo todo. Y eso no es censura: es dignidad en pie de guerra.

Así que la próxima vez que sientas el impulso de opinar sobre cuerpos ajenos, acentos distintos o amores que no entiendes, no busques refugio en la libertad de expresión. Búscate una conciencia. Y si no la encuentras, al menos ten el decoro de callarte. Por ti, por mí, por todos los que aún creemos que vivir en sociedad no es un derecho a vociferar, sino una responsabilidad de convivir.

domingo, 6 de julio de 2025

Pasos donde no hay pies

La noche se extiende como un charco de tinta espesa. No hay viento, no hay lluvia. Solo el zumbido de los electrodomésticos en reposo y el leve crujido de la madera adaptándose al frío. Me acomodo en el sillón, el libro abierto sobre mis rodillas, pero no leo. Algo no está bien.

No es un ruido concreto, no es un movimiento perceptible. Es un desplazamiento en la textura del aire, una distorsión en el silencio. Como cuando entras a una habitación donde alguien acaba de estar y aún flota su presencia, adherida a las cosas.

Cierro el libro y respiro hondo. La luz de la lámpara proyecta mi sombra sobre la pared. Me parece más alargada que de costumbre, como si algo la estirara.

Un chasquido. Madera cediendo bajo un peso mínimo. Giro la cabeza, pero la casa permanece intacta. La puerta entreabierta al pasillo, la cocina en penumbra, el pasillo que se hunde en la oscuridad como una garganta abierta.

Intento reírme de mi paranoia, pero el sonido se me enreda en la garganta. El silencio ha cambiado. Ya no es un vacío, sino un contenedor. Algo lo llena, como una respiración apenas contenida.

Me levanto despacio. La alfombra absorbe mis pasos, pero no el crujido seco que resuena detrás de mí. Un eco retardado, una huella en falso. Me detengo. El sonido cesa.

Doy un paso más.

Otro crujido. No de mi pie, sino del suelo adaptándose a un peso invisible.

Mi reflejo en la ventana me devuelve la mirada. Solo que, por un instante, juro que hay otra silueta más atrás.

No quiero darme la vuelta.

Pero el reflejo empieza a moverse sin mí.