El suelo de la casa está cubierto de botellas vacías, como si una legión de espectros hubiese brindado por mi ruina antes de evaporarse. Me siento en el borde de la cama, con las manos hundidas en el cabello sucio, mirando el reflejo de un hombre que no reconozco en el espejo roto del armario. Y la pregunta resuena como un eco implacable en mi cráneo: «¿Por culpa de quién?».
La respuesta cambia con la luz. A veces, la culpa es de mi padre, que fumaba en la cocina con la indiferencia de un verdugo burocrático mientras mi madre lloraba en silencio. Otras veces es de la ciudad, con sus calles devoradas por el humo y su promesa de éxito que nunca se cumple. Tal vez sea de Clara, con su sonrisa afilada y sus manos que aprendieron a mentir antes que a acariciar. Pero en las madrugadas frías, cuando el alcohol ya no basta para acallar mi juicio, la culpa es mía, soy yo.
Recuerdo el día en que todo empezó a derrumbarse. Una oficina gris, el murmullo de las teclas, la mirada gélida del de recursos humanos que me entregaba un sobre sellado. Reestructuración. Nada personal. La ciudad se volvió un animal hostil después de eso. No había trabajo, solo colas de gente con los ojos vacíos. Vendí mi coche. Vendí mi reloj. Vendí mi tiempo en bares baratos, con extraños que hablaban de sueños rotos como si fueran un idioma universal.
Clara me dejó al tercer mes, con una nota breve y un vaso roto en la mesa. No puedo con esto. No eres el hombre que conocí. Pero nunca dijo quién era ese hombre.
¿Por culpa de quién?
Algunos días, la respuesta es el sistema, la economía, el destino ciego que reparte cartas marcadas. Me digo que soy una víctima, que el mundo me empujó al abismo sin darme opción. Pero entonces escucho otra voz en mi cabeza. Una voz más áspera, más cruel. Podrías haber luchado más. Podrías haber aceptado aquel trabajo mediocre. Podrías haber tragado tu orgullo.
Me miro en el espejo y veo a un hombre que ha elegido caer. Que se ha envuelto en la derrota como en una manta raída. Y, sin embargo, algo en mí se resiste a aceptar que todo es culpa mía.
Hoy, en la esquina de la calle, un hombre vende relojes falsos sobre una manta roja. Me detengo, observando las manecillas detenidas a las diez y diez. Podría comprar uno. Podría fingir que el tiempo no avanza, que hay una forma de volver atrás, de cambiar algo. Pero no lo hago. Camino.
Tal vez la culpa sea mía. Tal vez no. Pero el tiempo sigue, aunque los relojes no funcionen.