Odio a los indiferentes. Pienso como Frederick Hebbel que "vivir es tomar partido". No puede haber sólo hombres, extraños a la ciudad. Los que realmente viven no pueden dejar de ser ciudadanos y activistas. La indiferencia es abulia, es parasitismo, es cobardía, no es vida. Por eso odio a los indiferentes.
La indiferencia es el peso muerto de la historia. Es la bola de plomo para el innovador, es la materia inerte en la que a menudo se ahogan los entusiasmos más brillantes, es el pantano que encierra la ciudad vieja y la defiende mejor que las murallas más fuertes, mejor que el pecho de sus guerreros, porque se traga a los asaltantes en sus viscosos remolinos, los diezma y a veces los hace desistir de la empresa heroica. La indiferencia opera poderosamente en la historia. Funciona pasivamente, pero funciona. Es la fatalidad, y lo que no se puede contar, es lo que trastorna los programas, lo que anula los planes mejor construidos, es la materia bruta que se rebela contra la inteligencia y la estrangula. Lo que sucede, el mal que recae sobre todos, el posible bien que puede generar un acto heroico (de valor universal), no se debe tanto a la iniciativa de unos pocos que actúan, como a la indiferencia, al absentismo de muchos. Lo que sucede no es tanto porque algunos quieran que suceda, sino porque la masa de hombres abdica de su voluntad, que lo hagan, que se aten los nudos que sólo la espada puede cortar, que se promulguen las leyes que sólo la revuelta derogará, que se eleven al poder hombres que sólo el motín puede derrocar. La fatalidad que parece dominar la historia no es más que la ilusoria aparición de esta indiferencia, de este absentismo. Los hechos maduran en las sombras, unas pocas manos, no vigiladas por ningún control, tejen la red de la vida colectiva, y la masa los ignora, porque no le importa. Los destinos de una época son manipulados de acuerdo a las visiones estrechas, las metas inmediatas, las ambiciones y pasiones personales de pequeños grupos activos, y las masas de hombres los ignoran porque no les importa. Pero los hechos que han madurado llegan a florecer, pero la tela tejida en las sombras se hace realidad: y entonces parece que es la fatalidad la que abruma todo y a todos, parece que la historia no es más que un enorme fenómeno natural, una erupción, un terremoto, del que todos son víctimas, los que querían y los que no querían, los que sabían y los que no sabían, los activos y los indiferentes. Y este último se irrita, quiere escapar de las consecuencias, quiere que quede claro que no quería, que no es responsable. Algunos lloriquean lastimosamente, otros blasfeman obscenamente, pero nadie o pocos se preguntan: si hubiera cumplido con mi deber, si hubiera tratado de hacer valer mi voluntad, mi consejo, ¿habría sucedido esto? Pero nadie o pocos tienen la culpa de su indiferencia, de su escepticismo, de no haber dado su brazo a torcer y su actividad a esos grupos de ciudadanos que, precisamente para evitar ese mal, lucharon por procurar ese bien.
La mayoría de ellos, en cambio, prefieren hablar de fracasos ideales, de programas que han colapsado definitivamente, y de otros placeres similares. Así comienzan de nuevo su ausencia de toda responsabilidad. Y no es que no vean las cosas con claridad, y que a veces no sean capaces de proponer soluciones hermosas a los problemas más urgentes, o a los que, aunque requieran una amplia preparación y tiempo, son igualmente urgentes. Pero estas soluciones siguen siendo bellamente contagiosas, pero esta contribución a la vida colectiva no está animada por ninguna luz moral, es el producto de una curiosidad intelectual, no de un sentido punzante de responsabilidad histórica que quiere a todos los activos en la vida, que no admite agnosticismo e indiferencia de ningún tipo.
Odio a los indiferentes también por lo que me aburre su lloriqueo de inocentes eternos. Les pido a cada uno de ellos un relato de cómo han llevado a cabo la tarea que la vida les plantea y ha planteado cada día, de lo que han hecho y sobre todo de lo que no han hecho. Y siento que puedo ser inexorable, que no tengo que desperdiciar mi lástima, que no tengo que compartir mis lágrimas con ellos. Soy activista, vivo, siento las conciencias viriles de mi lugar ya palpitando con la actividad de la futura ciudad que estamos construyendo. Y en ella, la cadena social no pesa sobre unos pocos, en ella, todo lo que sucede no se debe al azar, a la fatalidad, sino que es un trabajo inteligente de los ciudadanos. Nadie en ella se queda mirando desde la ventana el sacrificio y la sangría de unos pocos, Y el que está de pie junto a la ventana, emboscado, desea aprovechar el poco bien que le procura la actividad de unos pocos y desahoga su desilusión vituperando a los sacrificados, a los desmayados por haber fallado en su propósito.
Vivo, soy un activista. Por eso odio a los que no participan, odio a los indiferentes.
Antonio Gramsci, 11 de febrero de 1917
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Sé buena persona y por favor no castigues mis marchitas neuronas con otra escritura que no sea la respetuosa con la puntuación y la ortografía, el censor que llevo dentro te lo recompensará continuando dormido.