domingo, 27 de abril de 2025

El silencio de la tierra

Encinares era una pequeña aldea perteneciente al pueblo de La Horcajada, en la provincia de Ávila. Enclavada en las colinas áridas de Castilla, la vida discurría con la austeridad de un reloj de arena. El año 1936 traía consigo rumores de tensiones políticas que parecían lejanas, pero que en el aire seco de la aldea se sentían como una tormenta que aún no se veía en el horizonte. En esta comunidad, la dureza de la vida no era una novedad, sino una constante, inscrita en la piel curtida de sus habitantes y en las piedras de los caminos polvorientos.

A las puertas de la casa de Jacinta, una viuda que regentaba el único molino del pueblo, resonaban las palabras de Epicteto, aunque ella, que apenas si sabía leer y las cuatro cuentas, jamás había oído hablar de él. “Lo que está en nuestro poder es nuestra fortaleza; lo que no, nuestra resignación”, repetía para sí misma mientras observaba las aspas del molino girar con desgana bajo un viento débil.

Las casas, encaladas con cal áspera y techadas de tejas agrietadas, eran un reflejo de los habitantes: resistentes, funcionales, despojados de ornamentos. Jacinta recordaba a menudo a su esposo fallecido, no con lágrimas, sino con la misma melancolía seca con que se mira un campo que jamás dará más cosecha. “Él era mi fuerza, pero no mi único pilar,” se decía, evocando la dureza estoica que la vida misma le había inculcado.

Don Pedro, el cura que les visitaba los domingos, en su labor de tener apacentada la comarca, predicaba en la pequeña iglesia de adobe, hablando, cómo no, de la providencia divina y de la importancia de aceptar el destino. Pero Jacinta, con la sabiduría de los años y las penurias vividas, sabía que las palabras del sacerdote decían lo mismo que las lecciones que la tierra dictaba sin palabras: sembrar no aseguraba cosecha, pero no sembrar garantizaba el hambre.

Una tarde, mientras los hombres discutían en la taberna sobre las promesas de reforma agraria y los jóvenes hablaban de unirse a las milicias, Jacinta organizó un frugal banquete. Los alimentos eran sencillos: pan, queso y un vino amargo que parecía un reflejo líquido de la vida en Encinares. Aun así, aquella mesa, aunque pobre en lujo, estaba adornada con la dignidad de la convivencia.

—La tierra no nos debe nada, y nosotros no debemos nada a ella— dijo Jacinta, recordando las palabras que había escuchado una vez a un pastor errante. Lo único que podemos poseer realmente es nuestro esfuerzo.

Los demás asintieron en silencio, conscientes de que las disputas políticas que comenzaban a dividir a España carecían de sentido en una aldea donde la lucha diaria era simplemente sobrevivir.

Cuando finalmente la guerra se acercó a Encinares, muchos partieron para no volver, arrastrados por el viento de las voces que gritaban esto y lo contrario. Pero Jacinta se quedó, como el molino que continuaba girando lentamente, indiferente al cambio de las estaciones. Para ella, la verdadera revolución no era la que se libraba con armas, sino la que cada uno llevaba a cabo al levantarse con la esperanza de que el día, aunque igual al anterior, valdría la pena ser vivido.

En su pequeña existencia austera, Jacinta encarnaba la filosofía de Epicteto sin saberlo: no aspiraba a cambiar el mundo, sino a dominarse a sí misma. Y en ese dominio encontró una libertad que ni las balas, ni los himnos le pudieron arrebatar, ni siquiera el día que finalmente vinieron a por ella.

domingo, 20 de abril de 2025

El bosque metálico de Son Castelló

En el occidente de la isla que los romanos denominaron Insula Maior, no muy lejos, donde las olas golpeaban la costa de la ciudad de Palma, había un bosque extraño. No estaba formado por árboles, arbustos o flores, sino por construcciones rectangulares de metal y cristal. Había carreteras de asfalto que conectaban sus dominios y vivían unas criaturas que no eran animales ni plantas. Eran seres humanos y venían e iban, creando su propio latido. El ritmo de aquel lugar era el de motores, relojes de fichar y el eco de pasos apresurados. 

Como en cualquier bosque, en lo alto de la cadena alimenticia, había depredadores. Eran gigantes que se elevaban sobre otros, con nombres que brillaban en sus fachadas. Grandes empresas que dominaban el ecosistema. Una de ellas era un coloso llamado Meliá, que dominaba selva del turismo, y otro, llamado Ávoris, que se alimentaba de un flujo constante de los seres pequeños. Pudiendo consumir gran cantidad de recursos, siempre lograban atraer otras criaturas. Proveedores, almacenistas, transportistas y los prestadores de servicios que vivían, alimentándose de lo que les sobraba. Muy por abajo en la cadena, se encontraban los insectos y plantas del bosque. Eran pequeños talleres de carpintería y empresas de reparto y negocios familiares. Aunque eran tan pequeños como las cafeterías, resultaban esenciales, ofreciendo una barandilla de metal, un envío puntual, una reparación precisa o un almuerzo necesario para alimentar a los seres humanos que deambulaban en sus calles. Algunos de ellos crecieron y se multiplicaron, y otros se iban apagando gradualmente, agotados por los vientos cambiantes del mercado, dejando solo un aviso en sus puertas de cristal, a modo de recordatorio de que un día estuvieron ahí.

Las medianas empresas y los emprendedores eran los árboles de este bosque. Firmes, constante, y resistentes a las adversidades de las maneras más insospechadas. Los trabajadores se movían entre ellos como hojas al viento, y cambiaban de lugar a lugar, llevando con ellos el conocimiento adquirido en las paradas precedentes. Un ejemplo esto era Xisco, que empezó como aprendiz en un taller de carpintería metálica; tiempo más tarde fundó su propia empresa de diseño industrial, y, con el pasar del tiempo, terminaría colaborando con los gigantes del polígono. 

Los carroñeros vivían a ras del suelo. Eran seres casi invisibles para el resto, vidas sin a veces hogar, que de noche y de día recorrían las calles, los contenedores de basura, y recogían lo que los demás desechaban. Cartonajes, piezas residuales de metal, plásticos y tablones de madera se apilaban en sus carretillas robadas a supermercados, para después ser reciclados. Y con esto cerraban el ciclo, pues esas personas vendían lo que recuperaban de la basura a empresas que les daban un nuevo uso. Tomeu sabía distinguir los tipos de metal y el lugar a donde podía llevar cada uno de estos. Aunque su rostro tenía tallados años de una vida muy dura, si es que acaso a esos se le podía llamar vida, era tan parte del bosque como un buitre es parte de la sabana. 

Un día, sin previo aviso, llego un invierno negro; que, aunque no tenía nieve ni viento, si llegó cargado de miedo y vacío. Lo llamaron “Pandemia y confinamiento”, y forzó a las criaturas del bosque a refugiarse en sus guaridas. Las grandes empresas, previsiblemente invencibles, redujeron su actividad a la mínima expresión, como cuando los osos hibernan en la época de mayor frío del año. Las plantas, insectos y animales del polígono se defendieron como pudieron, con la inestimable ayuda de los guardabosques.

Así fue como, de un día para otro, las calles del bosque dejaron de estar llenas de bulliciosa gente, y el silencio reemplazó al estrépito. Solo algunos carroñeros seguían cruzando el paisaje, recogiendo los trozos del pasado en un lugar que parecía olvidado. Sin embargo, no todo fue pura y simple devastación. Algunas criaturas se adaptaron al nuevo invierno. Una pequeña tienda de impresoras 3D que antes fabricaba maquetas y juguetes a media, empezó a crear pantallas de protección para los hospitales. Otras, como un atelier de costura, rediseñaron su producción hasta producir mascarillas. 

Con el paso del tiempo, el bosque empezó a cambiar. Los árboles más fuertes sobrevivieron, pero otros, que llevaban varias generaciones alimentando a los obreros del polígono, cerraron sus puertas para siempre. El bosque despertó después del invierno del confinamiento con una primavera notablemente distinta. Algunas criaturas que permanecieron en letargo, como las de la industria tecnológica, renacieron con más energía de la que jamás habían tenido. El polígono, anteriormente anclado a formas de hacer las cosas “de toda la vida”, se volvió más inteligente y conectado; las reuniones dejaron las oficinas por las pantallas, y los procesos se digitalizaron. En este nuevo comienzo, se volvieron comunes las alianzas; así, dos medianas empresas, una de logística y otra de tecnología, unieron fuerzas para ofrecer soluciones automáticas en el transporte. Los gigantes también prosperaron y absorbieron a los más débiles que no fueron capaces de sobreponerse a los cambios.

El tiempo pasó y Son Castelló regresó a la normalidad, pero no era el mismo lugar. Tomeu, a quien le decían carroñero, seguía allí, pero muchas tiendas y talleres le conocían por su nombre y le ofrecían cosas que no necesitaban. Xisco, el emprendedor, se encontró trabajando para abrir nuevas delegaciones, ampliando sus actividades gracias a ideas que tuvo durante los oscuros días del confinamiento.

Sin embargo, el bosque metálico de Son Castelló siguió siendo un espejo de la vida natural, interdependiente, adaptable, pero también desigual. Los gigantes seguían creciendo, pero los carroñeros continuaban en el suelo, permaneciendo tan invisibles como fundamentales. Su ecosistema solo existía debido a la actividad de las personas, siguiendo las mismas reglas que los bosques en la naturaleza, ya que, en su estructura, cada criatura tenía un papel, incluso aunque este pudiera parecer insignificante. 

Al final, Son Castelló no era solo un lugar de trabajo, era un mundo vivo con sus propias estaciones, ciclos de vida y sorpresas, buenas y malas. Y un bosque donde, de una forma u otra, la vida continuaba.


domingo, 13 de abril de 2025

Another Graduation Speech in the Wall

Dear graduates, esteemed faculty, families and friends,

It is with this sense of joy that we welcome you today to come and celebrate this great milestone of graduation. This moment is not only the end of one phase but the start of another phase which holds plenty of prospects as well as difficulties. It is both a new path that you are about to undertake and a sheet of paper on which you are about to write your own story, and it will require hardness, dedication and honesty.

I am in my fourth quarter of my life and with this stage perception is enhanced with the years that have been clocked. I have witnessed the growth of generations, the change of worlds, and the appearance and disappearance of prospects. In view of this, there are some lessons which I would like to pass on to you, some lessons that have been learned with the help of time and mistakes.

When I was a kid, learning was everything. Knowledge or the look of it was a way to get into society. An illiterate farmer could become rich and then buy a library instead of using the money for something else because he knew that education was the best gift he could give to his children. However, in the present world, people around us pretend that they do not know what they do not know, and people who are rude and lazy are admired and admired. I do not mean this at all, you should not be deceived like that. Learning is not just a process; it is a way to live. And let me emphasize, learning is not over once you are done with this graduation ceremony. On the contrary, you are just at the beginning of it all.

There is a saying: “Hard times makes for strong men and strong men make for good times, good times make for weak men and weak men make for hard times.” Although these lines may sound rather brutal, they describe the situation which my generation has failed to understand: the fact that the world is not an easy place, yet, difficulties are not obstacles – they are training grounds.

I know what I am talking about. I have seen the times of development and the times of peace, of the comforts which seemed to be endless. But, could it be that in the midst of this comfort we have overprotected ourselves and hence deny our children the fact that life is not just full of chances but also full of pain, loss, and disappointments. I am not trying to scare you, but to take you to something which is essential: to get ready for the worst.

In order to understand this, I will have to use an example from my own life. We played in the streets as children, I would fall and get a cut on my knee and my mother would say, “Get up. That mark will be part of your history.” These days, many parents get an ambulance to come and take their child to the hospital if they have a fever. Understandable, perhaps, but let me tell you this: in real life, you cannot always expect someone to be there to support you. There will be times when you are on your own, dealing with issues and decisions all by yourself, with no one to help you or to show you the way. And that is what it means to be grown up – to get up when you fall, to learn from your mistakes, to keep going.

It’s important not to be afraid of making mistakes. It is a great, if rather strict, educator – a failure. Look behind any great success and you will see a long list of failures that did not result in failures but rather strengthened the spirit and provided significant lessons. Every stumble will be one more lesson; every setback, one more reason to stay strong.

As you proceed, pay attention to those who have gone before you. Not to copy them, but to avoid their mistakes and to follow their example. As for our grandparents, they knew this: life is unpredictable and can be lost at any moment. It wasn’t a privilege to be kind, to be sympathetic, to have friends; it was a necessity. In today’s society, where people tend to focus on individuality, I call on you to adopt these values. Surround yourself with people and be surrounded by the same kind of people.

The last: people tend to talk a lot, and often just to spit out trends and opinions that are actually false. You should try to develop a critical thinking and to ask questions, even if you don’t get the answer right away, and to look for more profound meanings. As a man once said, ‘The greatest evil is not evil, but the lack of good.’ And there is only one way to protect oneself from stupidity – to be interested in learning and to study all the time.

The future that is in front of you is a clean sheet. Do not worry if your first attempt is not excellent. What matters is that you paint, and the process of painting is to keep on painting. In real life there are no straight lines; it is a process of many steps forward and at times even backward. Accommodate your dreams to the available opportunities, and yet never let go of them.

Today, you are graduating with the degrees that will help you to get into those rooms. But the keys to walk through those doors are: your decisions, your bravery, and your willingness to learn from every situation. So go out there. Enjoy yourself and make mistakes. Transform the world and yourselves whenever and as often as necessary. Because in the end, the only judgment that matters is not what you’ve done, but what you have had the nerve to go for.

Congratulations, Class of 2025. This is your moment, and don't let anyone or anything stop you from seizing it.

Note 1: No, this text is not related to Denzel Washington.

Note 2: No, it neither has been generated with https://elephant.ai/ai-graduation-speech-generator nor anything of its kind.

domingo, 6 de abril de 2025

Pugna interruptus

Cargando el ambiente más de lo que ya estaba, el silencio entre ellos anticipaba una inminente pelea. 

Él tamborileaba los dedos sobre la mesa de manera rítmica; ella miraba por la ventana, perdida. 

“¿Hice que sintieras… mal?”, preguntó ella finalmente, aunque no dio la vuelta para mirarle. 

Él, interrumpió él el rítmico golpeteo, esperando que ella siguiera hablando. “¿Te hice sentir de menos…?”, repitió ella, por fin mirándolo directamente a los ojos, con algo en la mirada que indicaba vulnerabilidad. 

Él, negó con la cabeza, pero tartamudeando, contestó: “No, no fue eso… solo… solo me dolió que no hicieras el esfuerzo de preocuparte por entenderme”. 

Moviéndose hacia él poco a poco, extendiéndole la mano como lo había hecho mil veces antes, él la tomó, y el silencio se volvió hogar.