martes, 15 de mayo de 2007

El aprendiz

PRIMERO fue la conjura de los necios; ya ni eso. Ahora vivimos bajo el síndrome gris de los mediocres aprendices capaces de cualquier cosa para ocupar un lugar que en otro tiempo más fecundo no hubieran tenido. Los mediocres se presentan en varias modalidades pero dos son las especies más peligrosas: los que vienen del máster -tontos en cuatro idiomas- y ni miran, y el que va de «colegui», ése que dice todo el rato «hostias», «joder» y «cojones» aunque no venga a cuento porque carece de mejores argumentos. Conozco bien a los de esta especie; sólo tienen un discurso y dos malas metáforas copiadas que repiten hasta el aburrimiento. Naturalmente es un discurso huero, equivocado, demagógico, que huele a cursillo antiguo, a trenka y cinefórum de un ex joven con pasado progre que un día se dio cuenta de que para medrar había que seguir las órdenes y era imprescindible, primero, matar de encargo. Y no vaciló. Fue sembrando de cadáveres las casas de forma que, con frecuencia, viene fichados con diversos motes: «Cuervo», «depredador» o directamente «asesino».

Son tipos peligrosos porque pregonan una ideología sin ideas, un pensamiento ajeno, el del amo que les paga, y un brillo falso que salta en cuanto pasas la uña. No aguantan un lavado y por eso andan siempre a la defensiva y se sienten en la obligación de asestar el primer golpe para dejar desde el principio claro «quién manda aquí». Como carecen de autoridad moral, ejercen la autoridad total de una forma fría, calculada, indigna. Como también carecen de moral, no dudan en manipular la moral que no tienen como pretexto para sus desmanes. Son tan vulgares que no pueden ser admirados y por eso pretenden ser obedecidos; en su gris frustración han decidido que es mejor ser temido que amado. Se amparan en el negro engranaje de la empresa y desde los estercoleros que ellos llaman despachos piden más y más sangre y se alimentan de fracasos. Nadie en su entorno puede estar seguro: son francotiradores baratos que por una brizna más de poder vuelven las escopetas hacia sus amos y disparan con la frialdad indigna del mercenario. No contentos con eso, negocian después con los cadáveres. No dan pena ni ira. Sólo un poco de asco.

por Andrés Aberasturi

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