domingo, 2 de junio de 2024

La evolución de los valores: de la juventud idealista a la madurez equilibrada (para quien la alcanza)

Somos lo que hemos vivido y por ello, la madurez trae consigo una reorganización profunda de los valores, tanto personales como sociales, en comparación con los que se mantienen en la primera juventud. Este proceso de evolución no es lineal, sino que se manifiesta en un vaivén de introspección, aprendizaje y experiencias que nos dejan huella. Para comprender mejor este fenómeno, debemos desglosar los aspectos que guían esta transformación y cómo se reflejan en nuestra vida diaria y en la sociedad.

En la juventud, cuando todo es nuevo y desconocido, los valores suelen ser idealistas y absolutos. La búsqueda de la autenticidad, la libertad y la justicia predomina en esta fase del pensamiento. Los jóvenes tienden a ver el mundo en términos de blanco y negro, buscando cambios radicales y soluciones rápidas a problemas complejos. Esta etapa de la vida está marcada por un fervor casi revolucionario, donde el espíritu es audaz y la pasión refulge en llamas. En esta etapa, el deseo de romper con las convenciones y establecer nuevas normas tiene un gran peso entre los más inconformistas. Los jóvenes tienden a impulsar cambios sociales, cuestionando el statu quo y proponiendo nuevas formas de pensar y vivir, aunque, paradójicamente, en no pocas ocasiones todo termina cambiando sin que nada cambie realmente.

Con el tiempo y la experiencia, estos valores comienzan a moldearse y, en bastantes casos, a moderarse. La madurez trae consigo una comprensión más profunda de la complejidad del mundo y de las relaciones humanas, aunque a esta le acompaña el riesgo de caer en el conformismo y la asunción de la derrota. El idealismo juvenil se matiza con una dosis de realismo, una aceptación de las imperfecciones y las contradicciones de la vida. Tal y como expresó el filósofo alemán Friedrich Nietzsche en su obra Más allá del bien y del mal, «La madurez del hombre es haber vuelto a encontrar la seriedad con que jugaba cuando era niño». Este retorno no implica un retroceso, sino una integración de la seriedad y la responsabilidad con la creatividad y la pasión juvenil. La madurez nos enseña a ver el mundo con una mirada más equilibrada, donde los sueños y las aspiraciones se combinan con una comprensión práctica de las limitaciones y las posibilidades, encontrando un punto de equilibrio dinámico a la medida de cada persona.

En el ámbito personal, y siempre que nos referimos a personas con una personalidad equilibrada y bien cohesionada, esta evolución de los valores se traduce en una mayor empatía y comprensión hacia los demás. Las experiencias de vida, tanto las positivas como las negativas, enseñan la importancia de la paciencia, la tolerancia y el compromiso. La madurez nos hace más conscientes de nuestras limitaciones y nos brinda la sabiduría para discernir entre lo que se puede cambiar y lo que debe ser aceptado. En el siglo XIX, el filósofo existencialista danés Søren Kierkegaard lo expresó de la siguiente manera en su obra «Diario de un seductor»: «La vida solo puede ser comprendida hacia atrás, pero debe ser vivida hacia delante». Este entendimiento retrospectivo nos permite enfrentar el futuro con una visión más clara y un corazón más abierto.

Socialmente, los valores también sufren una transformación significativa. En la juventud, el entorno de nuestros pares y las tendencias culturales juegan un papel crucial en la formación de valores. Sin embargo, a medida que maduramos, nuestras interacciones sociales se amplían y diversifican. Muchos, empezamos a valorar más la estabilidad, la seguridad y el bienestar colectivo. Este cambio refleja un desplazamiento de un enfoque individualista a una perspectiva más comunitaria y global. La filósofa Hannah Arendt destacó la importancia de la responsabilidad compartida en su obra «La condición humana», argumentando que esta es inherente a la naturaleza de la acción humana, la pluralidad y la interdependencia en la vida comunitaria. Desde esta perspectiva se destaca la necesidad de reconocer y asumir nuestro papel en la red de relaciones que conforman nuestra existencia colectiva, subrayando cómo nuestra capacidad de acción colectiva puede transformar el mundo.

Jean-Jacques Rousseau, en su obra «El contrato social», argumenta que «El hombre nace libre, pero en todos lados está encadenado». Esta cita resuena en la transición de la juventud a la madurez, donde las cadenas de la sociedad y las responsabilidades se sienten con mayor fuerza, pero también se entienden y se aceptan como parte del contrato social. La madurez nos lleva a reconocer y respetar estas cadenas, no como limitaciones, sino como estructuras necesarias para la convivencia y la armonía social.

Y llegando al día de hoy, en el primer cuarto del siglo XXI, la tecnología y la globalización han añadido nuevas dimensiones a esta evolución de valores. En un mundo donde cada vez todo sucede de forma más rápida y está interconectado, la empatía y la solidaridad y sus contrarias, se extienden más allá de las fronteras geográficas. La conciencia ambiental y la sostenibilidad han emergido como valores fundamentales en respuesta a los desafíos globales, así como un discurso negacionista de quienes prefieren escuchar mentiras agradables a verdades dolorosas. La filósofa contemporánea Martha Nussbaum ha enfatizado la importancia de la «capacidad de empatía global», destacando cómo nuestra comprensión de la justicia y la equidad debe adaptarse a un contexto mundial interconectado.

Buscando una conclusión ya a esta reflexión, la madurez no es simplemente una cuestión de envejecimiento, sino una transformación integral de nuestra manera de entender y valorar el mundo. Este proceso nos lleva a una comprensión más rica y matizada de la vida, donde los valores de la juventud se integran y se refinan, creando una visión más equilibrada y consciente. Como afirmó el filósofo y psiquiatra alemán Karl Jaspers, «El hombre maduro se encuentra solo, solo en tanto que sabe y quiere». La madurez es, en última instancia, un viaje hacia la autenticidad y la plenitud, una danza continua entre el idealismo de la juventud y el realismo de la experiencia, o como una buena amiga me ha dicho hoy, a transformarnos en «idealistos». Es un proceso dinámico que no solo nos transforma a nivel individual, sino que también moldea la sociedad, impulsándonos hacia el futuro, acabe adoptando este la forma que sea.

Bonus track: It Was A Very Good Year.

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