Por Aitor Zabalgogeazkoa, Director General de MSF-E
La actual crisis por la que están pasando centenares de miles de
somalíes no tiene una sola causa. Es la suma de 20 años de guerra, la
rapiña sistemática por parte de las diferentes milicias, una economía
que parece del pasado, unos precios que son del futuro, una crisis
global que afecta a los envíos de los que emigraron o se refugiaron, un
sistema de salud colapsado y además… una sequía que se ha convertido en
la gota que colma el vaso. En el sur y el centro de Somalia, la muerte
del ganado y el fin de las reservas de grano, junto con la inseguridad
reinante, con frentes de guerra cambiando de manera constante, han sido
las principales razones que han llevado a miles de somalíes a abandonar
sus tierras y buscar refugio en las fronteras de Etiopía y Kenia, o a
tratar de esconderse bajo cualquier trapo en las ruinas de Mogadiscio.
Cualquiera que haya estado en esa ciudad vuelve con el alma en los pies.
Mogadiscio es un montón de ruinas al borde del Índico, ocupada por
miles de familias sin nada que llevarse a la boca. Las condiciones de
vida son difíciles de describir ya que no hay comparación: la mayoría
viven debajo de una especie de iglús construidos con ramas y cubiertos
con los mismos retales que usan para vestirse. Agua recogida en
cualquier cuneta, algo de arroz una vez al día si hay suerte, y mientras
hay que permanecer en vigilia por si las cosas se tuercen y comienzan
otra vez los combates que han reducido la ciudad a un montón de
cascotes. Uno no se puede explicar cómo lo aguantan, cómo sobreviven.
Esta supervivencia, que no se puede desear a ningún ser humano, se ve
también amenazada por las condiciones perfectas para enfermedades que
aquí, en nuestro barrio, no pasarían de anécdotas, pero que allí son
asesinas de miles de niños. En las chabolas donde se agolpan las
familias, el sarampión se transmite con facilidad, y la neumonía, y las
diarreas… Todo se suma al deplorable estado de los más pequeños ya
debilitados por la falta de alimento en condiciones.
En Mogadiscio uno se topa de bruces con la realidad más inclemente: que
pasamos miedo, que tenemos dos manos, que el día solo tiene 24 horas y
que llegamos a hacer una pequeña porción de lo que quisiéramos. Y es
paradójico que lo que más tiempo lleva en esta lucha contra la falta de
comida y el exceso de enfermedad es hablar, hablar y hablar para
negociar el acceso a los afectados. Que si déjeme usted pasar por unas
horas para vacunar, no me roben toda la comida que los de ahí al lado no
tendrán nada, ¿podemos trasladar a este niño moribundo hasta el
hospital?
El caso es que Somalia seguramente no es peor ni mejor que otros lugares
en otros tiempos, pero la persistencia del conflicto y la imposibilidad
de evaluar y actuar con cierta libertad es una losa tremenda para
nuestra actividad. No sabemos lo que pasa en muchas zonas a las que no
tenemos acceso y en las que creemos que la situación es incluso peor de
lo que vemos en Mogadiscio y otras ciudades, al menos por lo que nos
cuentan los que han huido de allí. Tampoco tenemos una idea completa de
lo que sucede a nuestro alrededor, ya que no nos podemos mover a nuestro
albedrío.
Estando la situación como está, nos limitamos a llegar a los lugares y
gentes planeando de un día para otro. Hoy aquí hay un grupo que se puede
vacunar, vacunemos; a este se le puede distribuir comida, hagámoslo; a
algunos individuos se les puede facilitar la transferencia a un
hospital, pues mandemos el coche. Así, poco a poco, hemos conseguido
vacunar a unos 50.000 niños. Y al menos otros 5.000 están siendo
tratados de desnutrición aguda severa en los 13 proyectos que Médicos
Sin Fronteras (MSF) tiene en Somalia. Los demás actores de ayuda andan
también haciendo lo que pueden; la inseguridad y la imprevisibilidad
hacen que la coordinación y la planificación pierdan casi todo su valor.
La situación actual está lejos de mejorar. La próxima cosecha también
puede fallar o al menos será poco abundante, al estar millones
desplazados fuera de sus tierras. El riesgo de que al ciclo de sequía se
le sume ahora agua en demasía también es muy probable. Por tanto
sabemos que esta crisis no tiene un alivio hasta primavera del año que
viene. Y mientras, miles de familias se siguen apelotonando en los
campos de refugiados de las fronteras de Kenia y Etiopía, a donde llegan
después de semanas de caminar y los más débiles, en un estado límite.
La asistencia que recibían se ha visto además afectada por el secuestro
de nuestras dos compañeras, Blanca Thiebaut y Montserrat Serra, el
pasado 13 de octubre en Dadaab, Kenia. Tras el ataque, tuvimos que
suspender de forma temporal parte de las actividades en los campos de
refugiados.
Los que conocemos esa región y a esa gente nos preguntamos todos los
días: ¿Cuántas generaciones más van a vivir y morir en esta situación?
¿Es que esto no se acaba nunca? Se lo preguntamos a nuestros amigos
somalíes que fuerzan una sonrisa, resignados, mientras de inmediato se
preocupan por sobrevivir la próxima hora. La verdad es que Somalia es
una vergüenza para todo el mundo: para ellos y para nosotros, porque
nadie ha sido capaz de aliviar la situación a tiempo. Otra vez en un
escenario olvidado, solo recordado por sus piratas, miles de niños están
pagando un peaje inaceptable a cuenta de los cálculos económicos,
políticos y militares de unos y otros. Un peaje repugnante para
cualquier ser humano o sociedad decente.
En Somalia, a pesar de los pesares, a pesar de que es muy difícil no
sucumbir al pesimismo, es donde más sentido cobra la ayuda humanitaria,
llegar vacuna a vacuna, vendaje a vendaje, ración a ración, persona a
persona, en las peores condiciones imaginables, sabiendo que nunca va a
ser suficiente. En eso estamos. Y en eso estaban nuestras compañeras,
Blanca y Montserrat, cuando fueron secuestradas en Kenia.
Descargar: MSF 89 - Noviembre 2011
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