domingo, 14 de diciembre de 2025

Tal vez, Lucía

Ilustración: FolkcultureGallery

El cielo de la ciudad se abría como el pecho de un corredor agotado al final del día. Grises, morados y un último reflejo cobrizo en los cristales empañados de los edificios. Él caminaba sin rumbo cierto, apenas un temblor detrás de sus pasos, como si buscase algo que nunca supo perder. El ruido de los automóviles, los murmullos veloces de la gente al pasar, todo parecía un idioma que ya no comprendía. Llevaba los bolsillos llenos de preguntas que pesaban más que las llaves del apartamento vacío al que temía regresar.

Se llamaba Julián, aunque ya hacía tiempo que nadie pronunciaba su nombre en voz alta. Su nombre solo resonaba dentro de su cabeza, un eco tenue cuando abría la puerta por las noches y dejaba caer el abrigo sobre la silla. Y, sin embargo, había algo que lo mantenía despierto. Un hilo fino, casi invisible, que lo ataba a la posibilidad de un gesto, una palabra, algo. La señal.

Era ella. O la idea de ella. Lucía, con sus ojos como espejos gastados por el tiempo, con sus manos pequeñas que alguna vez sostuvieron su rostro como porcelana de otro siglo. Había dicho que lo pensaría. Que no estaba segura. Pero sus ojos, aquella última vez, tenían una sombra que Julián no había podido descifrar. Y entonces había empezado la espera.

Cada día repetía el ritual del café en la esquina de la plaza. Un café negro, fuerte, sin azúcar, como quien toma veneno por costumbre. Elegía siempre la mesa junto al ventanal, la misma donde ella había reído por primera vez con él. Imaginaba que si regresaba a sentarse allí, si permanecía lo suficiente, el mundo conspiraría para traerla de nuevo. Pero el mundo parecía ocupado en otros asuntos.

El viejo reloj de la torre marcaba horas inciertas, mientras bandadas de pájaros se precipitaban sobre las antenas como proyectiles sin convicción. Julián inspiraba profundamente, notando la humedad deslizarse por el cuello de su abrigo. Encendió un cigarrillo y observó el humo dibujar formas abstractas en el cristal. Ciertas tardes, juraba ver letras en la bruma. La “L” de Lucía flotaba brevemente antes de disolverse.

Pensaba: «Dame una señal, por pequeña que sea. Un discreto movimiento al cruzarnos. Un saludo fugaz. Un mensaje a deshoras. Algo que indique que lo lamentas, que lo consideras, que sigues ahí aunque distante. Dime que todo este tiempo no ha sido en vano».

Pero la ciudad no respondía. Solo ofrecía los intermitentes semáforos, el lejano rumor de un tren, la evanescente silueta de alguien que podría haber sido ella, pero nunca lo era.

La noche llegaba junto al temor a otro día sin respuesta. Y, sin embargo, se quedaba. Alguien debía esperar. Creía que la espera en sí era un lenguaje. Quizás, pensaba, Lucía interpretaba su quietud como un poema escrito con el cuerpo.

Julián regresó al apartamento cuando ya nadie más lo observaba. Apoyó la frente contra el marco de la ventana, buscando un resquicio de luz en algún lejano piso. Y entonces creyó discernir algo. Un tenue brillo, casi imperceptible. Podría ser el reflejo de un televisor, las llamas titilantes de otro mundo, o... quizás.

Sonrió. O algo similar a una sonrisa tembló en sus labios.

Al amanecer, volvería a la plaza. Quizá ese sería el día en que ella se sentara frente a él. O no.

domingo, 7 de diciembre de 2025

Un encuentro fortuito

Ilustración: Federico Murro

El atardecer traía consigo el preludio de la lluvia, aunque las gotas, testarudas, rehusaban caer. El cielo se encontraba cubierto por espesas nubes grises que amenazaban con desatar el aguacero en cualquier momento. Caminaba sin rumbo fijo, arrastrando los pies sobre las desconchadas aceras del barrio viejo, esas que suenan al quebrarse como huesos viejos. El aire era denso, como una despedida postergada sin sentido.

Sentada en un banco de madera, resguardado bajo el toldo azul de una anónima cafetería, se encontraba una mujer absorta en la lectura de un libro. Aunque no pude ver el título, reconocí el ejemplar por la forma en que sostenía las páginas entre sus manos, que parecían hablar con más elocuencia que cualquier palabra impresa. Al levantar la mirada y encontrarme con sus ojos, sentí que me conocía de siempre o que había estado esperando este encuentro en esa esquina.

Ninguno pronunció palabra al principio. Tan solo me regaló una media sonrisa que parecía encerrar todo el verano en un simple gesto. Había algo en su mirada que me hizo sentir ajeno a mí mismo, como si pudiera verse reflejado en ella como alguien mejor. Sin pensarlo demasiado, o pensándolo en exceso, me acerqué y nos sentamos uno junto al otro, rozándonos apenas, compartiendo el silencio, cuál lenguaje secreto.

Conversamos sobre nimiedades. Su infancia y la mía, un gato perdido, canciones que nunca volverían a sonar igual. Ella narraba con la delicadeza de quien teje un vestido con hilos de luz entre sus dedos desnudos. Yo respondía torpemente, temeroso de que mis palabras se quebraran al salir. Había en ella una gentileza que parecía haber sido olvidada por el mundo desde hacía siglos.

Me reveló su nombre al oído, el cual se me escapó al instante. A cambio, me obsequió una frase que parecía dirigida a ambos: «Hay trenes que pasan una sola vez y a veces no llevan a ningún lado, pero hay que subirse de todas formas». Sentí la necesidad de abrazarla o de huir, decidí quedarme inmóvil.

Sin darnos cuenta, el tiempo siguió su curso y la tarde dio paso a la noche, escondiendo sus últimos resquicios de luz entre sus pestañas. Ella se levantó la primera y antes de marcharse apoyó su mano sobre mi pecho, dejando algo ahí dentro. «No me busques», susurró, aunque no era una orden, sino un secreto.

Desde entonces he vuelto incontables veces a esa esquina buscando en vano el toldo, el banco, el libro misterioso. Pero todo permanece desvanecido. A veces pienso que fue una ilusión, un atisbo de otro tiempo que no me pertenece. Pero cuando cierro los ojos, aún siento el peso de su mano sobre mi pecho, sabiendo que algo cambió en mí aquella tarde de preludio de lluvia.

Un solo encuentro fue suficiente.