domingo, 30 de noviembre de 2025

La fragilidad también es fuerza

Ilustración: Rupi Kaur

Hay noches en que el mundo parece desmoronarse, como un castillo de naipes al soplo de un suspiro. Entonces, la oscuridad se condensa y cada aliento parece una derrota anticipada. Es en esas horas de silencio cuando aparecen. Los gigantes.

No comprendo de dónde surgen. A veces pienso que siempre han estado ahí, aguardando entre las sombras del temor, formándose en la negrura de la duda. Son inmensos, aunque jamás he logrado verlos en su totalidad. Solo atisbos: un perfil que se adivina, un rumor espeso que se desliza por la espalda, una sombra ajena a toda forma tangible. Y, sin embargo, cuando se aproximan, siento estremecerse la tierra bajo sus pasos inasibles. Hay algo antiquísimo en ellos, algo que posee la textura de sueños que olvidamos al despertar, pero que deja un peso que perdura todo el día.

Los diviso cuando intento caminar por calles que un día fueron mías y ahora se tuercen hacia lugares que no comprendo. Cuando miro mi rostro en los espejos velados, descubro un reflejo que no me reconoce. Ellos están allí. Pronuncian mi nombre de formas que lo hacen irreconocible, lo deforman hasta convertirlo en otra cosa: un eco vacío, una pregunta sin respuesta.

Me esfuerzo por mantenerme en pie. A veces, solo eso: la quietud vertical, el simple acto de no caer, parece un acto de valor indescriptible. Llenar los pulmones de aire se vuelve una soga que me ata a la vida, cada exhalación, una tregua cuya duración desconozco.

Los monstruos se alimentan de mis errores y dudas, creciendo ante cada instante de debilidad. Se fortalecen cuando bajo la mirada ante las adversidades, cuando vacilo ante la esperanza que alguna vez vislumbré en el horizonte. Pero en ocasiones logro enfrentarlos, aunque sea brevemente, y descubro que su tamaño mengua, aunque sea de manera imperceptible, que sus alientos se atemperan y sus voces se apagan.

A veces pienso que no son más que aire denso, aire pesado que lastima, pero aire a fin de cuentas. Y si algún día consigo cruzarlos como quien atraviesa una neblina onírica, quizás tras ellos aguarde algo más que este campo de batalla donde cada nuevo día es una herida abierta.

Hoy he seguido avanzando. Mis pasos resuenan huecos, como pisando la piel de un tambor ancestral. Pero sigo andando. Y aunque los monstruos persisten amenazantes, prometiendo mi ruina, prosigo en mi caminar. Mis manos tiemblan empuñando la esperanza, mi voz se afianza nombrando la vida. Y esta fragilidad, he comprendido, también es una forma de lucha.

Porque en la contienda brilla un fulgor extraño, late una dignidad que prescinde de la victoria. Y en esta danza con los monstruos, he descubierto que, mientras siga moviéndome, aunque sea en círculos, yo continúo escribiendo mi historia.

domingo, 23 de noviembre de 2025

La trampa de la competencia


Nunca fui el tipo de persona que dejaba correos sin responder o reuniones sin documentar. Al principio, me parecía una forma básica de respeto: contestar a tiempo, anticiparse a los problemas, presentar los informes antes de la fecha límite y con un índice perfectamente numerado. Supongo que eso me hizo destacar en un ecosistema donde la mayoría consideraba la bandeja de entrada como un cementerio y los plazos, una mera sugerencia.

Me contrataron como analista de operaciones en Integra Maioris Solutions, un nombre que sugiere grandeza y que, sin embargo, aloja las mismas rutinas grises y protocolos repetitivos de cualquier consultora multinacional. La descripción del puesto incluía la frase “posibilidades de crecimiento”, lo cual es un eufemismo elegante para “te cargaremos con todo el trabajo que nadie más quiere hacer”. Pero entonces no lo sabía. O, siendo honestos, decidí no verlo.

Fui eficiente. No en el sentido vacío que se menciona en las evaluaciones de rendimiento, sino en el real: resolvía conflictos entre departamentos antes de que fueran evidentes, encontraba los errores de otros sin la necesidad de que me lo pidieran y daba seguimiento hasta en asuntos que ni siquiera eran míos. Así, los informes de Jaime pasaron a tener mis gráficos, los balances de Mariana llevaban mis fórmulas, y las presentaciones de Pablo, mis conclusiones.

“Confío en tu criterio”, me decían, mientras me pasaban correos en copia oculta que exigían acciones urgentes… mías ahora, claro. Yo seguía pensando que, si mostraba compromiso, eventualmente alguien se daría cuenta. Pero en Integra, lo que realmente notan es a quien sube la escalera, no a quien la sostiene.

Vi a varios de mis compañeros ascender con una rapidez que desafiaba la lógica y el calendario fiscal. Eran buenos con las palabras y mejores aun eligiendo qué errores ignorar. Algunos se referían a la “visión estratégica”, aunque apenas leían los documentos de estado y las previsiones de la compañía. Otros sabían a quién invitar a los afterworks, mientras yo revisaba modelos de riesgo en casa. Yo trabajaba; ellos crecían.

“Es cuestión de tiempo”, solía repetirme mientras asumía una responsabilidad nueva, como si fuera una promoción. Pero lo cierto es que no recibía aumentos ni buenas valoraciones, solo tareas adicionales. El reconocimiento consistía en que nadie me molestaba durante las reuniones: sabían que yo ya traía todo resuelto. El aplauso era un silencio administrativo.

Hace poco, mientras actualizaba un tablero de control que antes llevaba el gerente de proyectos (despedido por inútil en un ERE elegante y silencioso), recibí una llamada de Recursos Humanos. Al parecer, alguien se había quejado por el tono en que respondía al teléfono. Me explicaron, con esa cortesía profesional que recuerda al mármol pulido, que la actitud telefónica transmite el clima interno de la compañía y que debo contribuir a un entorno positivo.

Ahora tengo un post it pegado al monitor que dice: “Buenos días, habla Tomás. ¿En qué puedo ayudarte?”, con una sonrisa que jamás se refleja en mi rostro.

Pero aún me sale natural contestar como lo hice durante meses, antes de que me llamaran la atención.

RRHH dice que ya no se me permite contestar al teléfono con un “¡Joder! ¿Y ahora qué?”

domingo, 16 de noviembre de 2025

El arte de regresar

Un hombre, en mitad de la plaza vacía, sostenía un periódico al revés. La tinta escurría de los titulares como si estuviera recién impresa y las fotografías parecían mirarlo a él, como si fueran ellas quienes hojeaban su rostro. Leía de atrás hacia delante, sin prisa, como quien desanda un camino conocido. Fue entonces cuando pensé en ella.

Una mujer de ochenta años, con la piel trenzada por la paciencia del tiempo, se sentaba cada tarde junto a una ventana que daba a ninguna parte. Su respiración era lenta, como el viento que acaricia las cortinas sin intención de entrar. Un día cerró los ojos, no para morir, sino para abrirlos en el instante anterior. La cama de hospital desapareció, y sus piernas se alzaron fuertes y caminó hacia atrás, desandando pasillos que se convertían de nuevo en jardines. Los adioses murmurados en voz baja se convertían en saludos largos, efusivos, de esos que aún creen en el porvenir.

Sus manos, tan temblorosas como ramas sin nido, se fueron llenando de firmeza. Las arrugas de sus dedos se alisaron mientras devolvía cartas a los buzones, regalos a los escaparates, caricias al aire antes de que nadie las necesitara. El bastón cayó al suelo, deshecho en madera, y sus cabellos, como ríos oscuros, fluyeron hacia el color de la noche primera.

La mujer desandaba los años sin que el mundo lo notara. El amor de su vida, a quien había enterrado hacía décadas, emergía de la tierra con el aliento intacto, su risa fresca como una palabra recién inventada. Los hijos regresaban a su vientre con la inocencia de quienes no conocen la pérdida. Ella misma olvidaba el dolor con la serenidad de quien no sabe aún que existe.

Las cicatrices se cerraban, los huesos se aligeraban y su mirada perdía la resignación para llenarse de preguntas nuevas. Jugaba en patios donde las flores nacían al paso inverso de sus pasos, y las despedidas escolares eran bienvenidas. Su boca aprendía a hablar deshablando, regresando al balbuceo primitivo, a la risa sin motivo, al llanto sin tristeza.

El tiempo, al revés, era un río que devolvía cada pez a su huevo, cada hoja a su rama, cada sombra a su dueño. Finalmente, la mujer no fue mujer, sino niña, y después menos que niña: fue posibilidad, fue deseo, fue la nada que espera su turno para volverse carne.

Miré otra vez al hombre del periódico. Había llegado a la portada, la última página. Cerró el diario como quien cierra una vida, pero con la certeza de que todo puede abrirse de nuevo si se aprende a leer al revés. Pensé que tal vez la vida no es más que una ilusión impresa en un papel endeble y que lo importante no es hacia dónde se lee, sino con qué ojos.

domingo, 9 de noviembre de 2025

Manual de incendios para oficinistas

No fue un pensamiento, ni siquiera una corazonada. Fue un tambor primitivo golpeando contra las costillas, retumbando en el plexo solar mientras el último anuncio publicitario parpadeaba sobre la avenida.

"¡Rebajas del fin del mundo!", decía, y Deucalión sonrió, mostrando los dientes como un animal que, de pronto, recuerda que está vivo.

La ciudad sudaba electricidad. Los semáforos colgaban como frutas maduras a punto de desprenderse, los edificios respiraban con ventiladores mecánicos, el asfalto parecía a punto de derretirse y tragarse a todos los oficinistas que cruzaban en estampida los pasos peatonales. Deucalión, ese oficinista entre miles, llevaba veinte años programando ascensores.

No metáforas. Ascensores reales.

—Subir. Bajar. Parar en el piso equivocado—, murmuraba mientras firmaba la renuncia en el reverso de una factura de la luz.

Esa tarde, con un bidón rojo en la mano derecha y un mechero azul en la izquierda, subió hasta su apartamento en el tercer piso.

Cada escalón sonaba como arrancarle las costillas a una ballena varada.

Cada puerta que dejaba atrás era un latido menos en la máquina monstruosa de la normalidad.

Entró en su casa, recogió los álbumes de fotos que nunca había abierto, los trajes gris pizarra que usaba los lunes y los papeles con palabras que ya no significaban nada. Les echó gasolina como si fueran plantas sedientas. La alfombra bebió, los libros gimieron un instante antes de empaparse.

Y cuando el fuego empezó a bailar, Deucalión también bailó.

Una danza epiléptica, tribal, absurda.

Bailó mientras las cortinas ardían como lenguas de demonios infantiles, mientras el sofá se derretía en una mueca negra, mientras los cuadros con marinas serenas se retorcían como peces asfixiados.

Bailó sin música. O mejor dicho, al ritmo de la sirena lejana de los bomberos y el zumbido de los transformadores explotando en cadena.

El fuego lo miraba con ojos de insecto: múltiples, indiferentes, hambrientos. Y Deucalión le devolvía la mirada con algo parecido al amor.

Cuando el techo se cayó como un telón de teatro barato, se arrastró fuera del edificio, cubierto de cenizas y sonrisas.

domingo, 2 de noviembre de 2025

Durmiendo sobre amianto: la exaltación de la irracionalidad en la era de la polarización

 

“Me encanta la idea de que si hoy se publicara la noticia de que el amianto es problemático, un subgrupo de gente publicaría fotos de ellos durmiendo en él o esnifándolo o algo así”. La metáfora es cruda, pero captura con precisión la deriva absurda a la que nos empuja la polarización ideológica en el mundo occidental. Imaginar a alguien inhalando amianto como acto de rebeldía no resulta disparatado en un escenario donde el rechazo a la evidencia se convierte en una bandera de identidad y pertenencia, como sucede con las vacunas.

En la actualidad, las sociedades democráticas atraviesan un momento de creciente fragmentación. La desconfianza hacia la ciencia, las instituciones y los consensos básicos sobre la realidad objetiva se ha instalado en sectores significativos de la población. La polarización, lejos de limitarse a un legítimo disenso político, ha evolucionado hacia trincheras irreconciliables donde el simple reconocimiento de hechos compartidos se convierte en territorio disputado. La reacción instintiva de ciertos grupos no es evaluar la información disponible, sino determinar a qué bando beneficia, para luego adoptar la postura contraria por puro reflejo identitario. Así, si un estudio advierte sobre el peligro de un contaminante, no faltarán quienes respondan con fotos desafiantes: “aquí estoy, durmiendo sobre amianto”. Es el gesto demostrativo de una época que confunde la resistencia al poder con la negación sistemática del conocimiento.

Las causas de este fenómeno son múltiples y complejas. La desinformación, amplificada por algoritmos que premian la indignación y la simplicidad, ofrece narrativas confortables para quienes desconfían de la complejidad del mundo. Las burbujas ideológicas en redes sociales refuerzan visiones maniqueas donde el otro es percibido no como un adversario legítimo, sino como un enemigo moral. El tribalismo digital convierte cualquier discrepancia en un ataque personal, y la pertenencia a una comunidad pasa a depender de demostrar lealtad incondicional a un relato, aunque este contradiga la evidencia más elemental. La ciencia, entendida como un proceso revisable y perfeccionable, es presentada como un dogma interesado, incapaz de ofrecer certezas absolutas y, por tanto, sospechosa de manipulación. Esto erosiona la legitimidad de las instituciones democráticas, que se perciben al servicio de élites desconectadas de “la gente común”.

Las consecuencias son evidentes. El debate público se degrada hasta convertirse en un campo de batalla emocional, donde la búsqueda de verdad es sustituida por la necesidad de reafirmar identidades. Las políticas públicas, incluso las más urgentes como la respuesta al cambio climático o la gestión sanitaria, se paralizan ante la incapacidad de establecer un mínimo consenso racional. La democracia liberal, que requiere ciudadanos capaces de deliberar sobre hechos compartidos, se resiente cuando las diferencias políticas se convierten en guerras culturales de suma cero. Y en esa lógica, la cohesión social se fractura: el otro no es un conciudadano, sino un traidor, un vendido o un peligro.

Sin embargo, la salida no pasa por una cruzada moralizante que refuerce la superioridad de unos sobre otros. La pedagogía del desprecio solo ahonda el resentimiento. Se necesita reconstruir espacios donde el desacuerdo no implique deshumanización y donde la verdad no sea rehén de las afinidades tribales. Reaprender a dudar, a escuchar y a admitir la falibilidad propia son actos subversivos en tiempos de certezas incuestionables. La ciencia no es infalible, pero es el mejor instrumento que tenemos para aproximarnos a la realidad; y el diálogo racional, aunque imperfecto, sigue siendo la condición de posibilidad para cualquier proyecto democrático que aspire a algo más que la mera supervivencia.